Dice la gente que uno tiene que irse lejos para encontrarse. Yo me fui hace un tiempo y me encontré. Me di cuenta que yo ya era la persona que creía que debía dejar atrás. 

Antes de irme me costaba encontrar las cosas bonitas de un lugar pequeño porque me habían enseñado que lo bueno no estaba ahí. Las oportunidades estaban fuera. Pero lo único que encontré era frío y un vacío enorme en el pecho que no entendía. Y tuve que irme para darme cuenta de lo feliz que me hacía la tranquilidad y la sencillez de un campo silencioso al atardecer.

Cuando estuve fuera, cuando estuve lejos, eché de menos la brisa del mar que no me había gustado nunca. Eché de menos personas, sensaciones y colores. El azul, el verde, el marrón. La ciudad me parecía un sitio gris, con mucho ruido, casi sin aire porque sentía que me ahogaba. 

Lejos me encontré pero yo me sentía fuera de lugar. Entendí el significado de lo que era la palabra hogar y no son cuatro paredes de ladrillo. Aprendí que son unos brazos de la persona correcta, era el huerto al que iba con mi abuelo de pequeña, la huerta donde me había criado, los paseos en bici hasta las lagunas y las risas en el mirador. 

Cuando lo comprendí todo pude ver cómo la niña soñadora que había sido despertaba dentro de mí después de estar tanto tiempo escondida. La miré y sonreí. Comprendí que, aunque la vida me llevara por otros caminos, yo ya sabía cuál era el lugar al que volver cuando las nubes grises nublan la mente y el alma. Yo ya sé qué rinconcito de mundo siempre está soleado.

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