Cosas insignificantes


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Echo de menos las pequeñas cosas, esas cosas insignificantes que te tienen que quitar para saber apreciarlas como se merecen de verdad.
Está siendo raro este momento de mi vida y sé que no soy la única que a veces se mira en el espejo y ve desesperación e incomprensión en los ojos.Y tampoco soy la única que estos últimos días se para demasiado a hablar con su yo interior. Y me he dado cuenta de que, yo por lo menos, no me soporto.
A veces pienso que  me voy a volver loca, que de la cuarentena saldré directa para ir al psicólogo porque me quedo callada y pienso; pienso y me quedo callada. Y todo se vuelve un círculo vicioso del que no salgo. Otra rutina. Aunque me gustaba más la de antes, aquella en la que disfrutaba de las cosas insginificantes que no sabía que me hacían tan feliz.
Me gustaría decir que estoy aprovechando este momento para reflexionar pero no lo estoy haciendo. Me distraigo con los trabajos y tareas de la universidad y cuando me encuentro sola no reflexiono porque tengo muchas cosas en la cabeza y simplemente me limito a intentar ordenarlas. Son muchas las pequeñas cosas que me rondan. Muchas, muy pequeñas e insignificantes que a medida que las cuento se amontonan y forman una colina. Echo de menos tener tiempo para distraerme y no pensar en mi montaña de cosas insignificantes.
Salir a la calle y caminar a la universidad. Antes no lo apreciaba pero durante ese camino a veces reflexionaba. Muchas veces la reflexión se centraba en recordarme a mi misma que esa noche me tenía que acostar antes o en cómo me organizaría el día. También tenía otras reflexiones más profundas mientras mantenía la mirada perdida al frente y el aire fresco de la mañana me bailaba en la cara. A la vuelta a casa casi siempre iba acompañada de algún amigo de clase y el camino se hacía más corto hablando de cosas insignificantes pero nuestras grandes cosas como los trabajos o ponernos de acuerdo para ir a comer al Noodles o quedar en alguna casa para jugar a juegos de mesa.
También echo de menos llegar a mi piso y abrir la puerta esperando que alguna de mis compañeras me diera algún susto, como de costumbre, o ir a la cocina y encontrármelas cocinando y hablar. Simplemente echo de menos hablar con ellas. Esas pequeñas charlas mientras cenamos o las risas, las reflexiones, los recuerdos que compartimos. Mi piso, pequeñito e insignificante en la ciudad, también lo echo de menos.
Qué poco costaba antes mandar un mensaje a una amiga y decirle si le apetecía tomar un café o si le apetecía bajar a Alicante conmigo a pasear. Qué poco era y qué difícil se me hace pensarlo ahora. Y si no me acompañaba nadie me iba yo sola a pasearme. Echo de menos tener la libertad de estar completamente sola, aun estando en la ciudad rodeada de gente. El perderme en la multitud y no agobiarme entre cuatro paredes.
Estos días, más que nunca, echo de menos. Creo que es lo que más me duele y es un sentimiento horrible porque se me hinca en el pecho. Echo de menos sensaciones, sentimientos, lugares y personas. Y los colores; los del cielo, el mar, los de los ojos de la gente, los del invierno, los de las mesas de clase. Los colores de la gente, de mi pequeño mundo. Y lo que más echo en falta es abrazar y sonreir y que me respondan con una sonrisa.
Ya me aburre sacar a la perra y pasearla por las mismas calles de siempre. Me muero de ganas de cruzar otra calle y adentrarme por caminos pequeños de huertos, entre los árboles insignificantes e ir a las lagunas. Y me apetece sentarme en la orilla y que me dé el viento en la cara y respirar. Respirar porque entre cuatro paredes me ahogo. Me apetece sentarme al lado del agua y olvidarme del mundo y de mí y dejar la mente en blanco.
Las pequeñas cosas que antes hacían mi día a día ahora me parecen enormes, ahora que la pantalla no me distrae, no me soporto y los pájaros que se posan en la ventana y salen volando me parecen los seres más libres del universo.

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