Parar y respirar

A veces, desde la gran ciudad, se echa de menos parar y respirar. Pero aire puro y fresco de ese que la contaminación de los coches y las fábricas no deja correr por las calles.
Y se echan de menos caminos y senderos.
En los que te pierdes pero te terminas encontrando.
Y se llegan a echar de más las calles asfaltadas y las sonrisas artificiales de la gente. 

En ocasiones te insinúan que echar de menos está mal pero echar de menos es inevitable. Que tienes que ser fuerte.
Echas de menos aunque seas fuerte.
Porque lo eres.
Y sabes que has aprendido a ser valiente y a ponerte armaduras aunque otros se empeñen en pensar que sigues siendo delicada como los pétalos de las flores del jardín que hay debajo de casa.

Pero echas de menos porque no todos los brazos saben calmar tus tormentas igual de bien
Y no todos los corazones laten de la misma manera.
Y echas de menos los suspiros y las risas a las tantas de la madrugada entre las sábanas
E incluso llegas a echarte de menos a ti misma.

Es fácil hablar asomándote por la barandilla para ver el espectáculo
sin saber cómo de dentro se te están clavando los cuchillos en la espalda
Sin saber si quiera los alfileres que rondan en tu cabeza.
Y las esquinas de la cama ya no pueden absorber más el agua que resbala de tus párpados.

Y echas de menos el mar, e incluso la arena de la que siempre te quejabas cuando volvías de danzar entre las olas
Y echas de menos los colores de la costa porque los de interior te parecen fríos
Y echar de menos colores no está mal
Ni brazos, ni labios, ni sentimientos, ni personas

Y terminas echando de menos respirar 
porque muchas veces la ciudad no te deja.

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